Lo primero que Matilde decidió cuando vio a quién sería su vecino de vuelo es que era demasiado grande. Decidió también que era Argelino, Musulmán, y que no hablaba ni español ni inglés. No tuvo que despertarlo para pasar al puesto de ventana. Él sintió su presencia y con lentitud y una expresión de dolor agudo, giró su cadera y piernas hacia el pasillo para que pudiera pasar. Tengo que llegar a Ámsterdam, le dijo en inglés después de unos minutos de silencio. Todos tenemos que llegar a Ámsterdam, pensó Matilde con un poco de soberbia. Lo que no sabía es que el viaje del señor era uno inaplazable.
El señor sudaba y ella no podía disimular que lo miraba de reojo. Le contó que su pierna le dolía como si le hubieran pegado con un palo y lo estuvieran acuchillando una y otra vez. Había venido a Colombia buscando una segunda opinión. Seis meses atrás le habían sacado un pulmón, lo habían declarado libre de cáncer y ahora le confirmaban que sus huesos estaban repletos y que tenía dos sombras oscuras en la cabeza. “Me espera un viaje de muchas horas, tengo que llegar a Ámsterdam”. Se lo decía como si Matilde pudiera hacer algo.
De tanto hablar, su respiración empezó a agitarse y ella, que nunca perdió el reflejo del espejo, empezó a agitarse con él. El vecino le pidió que le alcanzara unas gotas de morfina de su maletín. Tomaría dos gotas ahora y seis más a las diez. No voy a vivir mucho —le dijo— tengo que llegar a Ámsterdam. El avión seguía en tierra.
Sin pensarlo Matilde tomó su mano. Para evitar su mirada y cualquier explicación fingió estar dormida. Así los encontró seguridad, tomados de la mano y respirando agitados al unísono. Lo llamaron por su nombre, Menindert, le explicaron que los médicos de la aerolínea querían revisarlo y hacerle unas preguntas antes de despegar. Esculcaron sus ojos con una linterna, escucharon sus pulmones, examinaron la morfina y le dijeron que no podía viajar. «Tengo que llegar a Amsterdam» le dijo a manera de despedida.