Recibí una postal en el correo. Es la imagen de una mujer negra esquiando en la nieve. Lleva unas gafas enormes, ropa colorida de North Face y un afro ordenado. No es joven ni vieja; ni fea ni bonita. Tendrá treinta y cinco años. Por detrás escribe en una caligrafía grande y redondeada: los recuerdo con cariño, punto. Hay cosas que es mejor dejarlas pasar, pero ¿cómo vivir sin saber quién nos recuerda con cariño? No logro conectar esa mujer con nada de mi pasado hasta que, dos días más tarde, la descubro sonriendo tímida entre las hojas de los álbumes de infancia que mi mamá juiciosamente hizo para cada uno de sus hijos. ¡Gracielita!
Gracielita estuvo a punto de ser mi hermana menor. Su mamá la había abandonado en una caneca de basura, dentro de una bolsa negra. Ahí la encontraron moribunda las monjas de la Aldea Pablo Sexto, un orfanato del barrio Santo Domingo. La salvaron a punto de rezos y leche de vaca recién ordeñada. Ya no sé si es la foto o la memoria, pero ahora la recuerdo con exactitud. Tenía unos cinco años y usaba un vestido blanco bordado como los que hacen en Cartago. Las piernas de Gracielita vivían abrazadas por unas varillas metálicas que subían y se escondían bajo el velo de su vestido. Sus zapatos eran unas botas negras ortopédicas que subían un poco más arriba del tobillo. Ella caminaba, pero no corría. Su cráneo era redondito y el pelo corto se sentía deliciosamente áspero contra la palma de mi mano.
Todo en ese orfanato olía a agrio mezclado con límpido y había un zumbido permanente de moscas negras por mas que limpiaran y limpiaran. Era el olor de la pobreza con dignidad. El hacinamiento era evidente, pero ¿cómo dejar de recibir niñas? Cada una tenía una historia más trágica que la anterior y las monjas tenían el corazón grande. Allá pasamos muchos sábados de mi infancia. Mis papás nos llevaban a jugar con las niñas mientras ellos daban talleres de pareja y crecimiento personal. Mis hermanas y yo, que entonces teníamos entre 7 y 10 años, solo teníamos ojos para Gracielita. Nos bajábamos de la camioneta Renault 18 color curuba y salíamos corriendo a buscarla en los dormitorios. Nos pasábamos la mañana peinándola, cambiándole la ropa, poniéndole flores en la cabeza; hacíamos la fila del almuerzo con ella y le dábamos la colada a cucharadas. Ella nunca decía nada, pero sonreía y parecía contenta.
Una noche de domingo mis papás nos sentaron en la sala de la casa. Estaban considerando adoptar a Gracielita y querían conocer nuestra opinión. Las tres mujeres dijimos que sí al unísono, emocionadas de llevarnos ese saco de ternura a nuestra casa, de tener a Gracielita con nosotros para siempre. Mi hermano, que también quería a Gracielita, no sé si más, pero tal vez mejor que nosotras, dice: ¡cómo se les ocurre adoptar a Gracielita! ¿No ven que es es negra y cuando tenga 15 ninguno de los amigos de ellas la va a invitar a salir? Es mejor que a Gracielita la adopten unos extranjeros. Y así fue.
Esta historia para mi amiga Lina Carrascal que le está poniendo luz y magia a la maternidad por adopción y, de paso, desafiando barreras sociales y sobretodo mentales. La encuentran en Instagram @soymamaporadopcion
Super….!!!
Definitivamente disfruto mucho leyéndote, admiración total
Definitivamente disfruto mucho leyéndote, admiración total
Escribes divino!
Nada más que decir.
Lina!!! Lina María! qué preciosura de historia! se me aguaron los ojos con tu dedicatoria. Me encanta redescubrirte una y otra vez en la vida. Te vi en cada palabra. Te quiero mucho!