La casa de Gilma era una de esas de toda la vida del barrio San Joaquín en Medellín que, por algún maleficio arquitectónico, tenían un garaje paralelo a la sala, de manera que, en las noches, cuando se guardaba el carro, la sala elegante quedaba con olor a hollín. Fue a punta del tesón y del trabajo de su esposo Mauricio que pudieron hacerse a esa casa moderna. Los hijos, ahora mayores, se burlan de lo absurdo que era hacer visitas al lado de un carro, pero ella recuerda la alegría que sintieron el día que les entregaron la casa y el orgullo con que atendía a los invitados de él junto a ese Dodge Dart turquesa, modelo 68 que gritaba lo lejos que había llegado ese hijo de campesinos de Rionegro.
Ese estilo modernista americano era tiempo del pasado. La Gilma de hoy vivía bajo otros referentes. Hacía más de diez años que no tenía carro, caminaba a la esquina por pan fresco cada mañana, alrededor de las diez le ofrecía café con leche y pan al reciclador y conversaba con él un rato antes de irse a la misa del mediodía, para regresar luego a las tareas inagotables del hogar. Había dejado de coser cuando graduó al último de sus hijos de la universidad a punta de hacer vestidos casuales para las señoras del barrio. Conservaba, eso sí, una sobria vanidad que ni los duros golpes de la vida le habían logrado arrebatar. Caminaba erguida, luciendo sus canas con tonos azulados, unas uñas rojas perfectamente arregladas y la sonrisa dulce y serena de quien ha vivido abrazando la vida.
Ella se había quedado sola poco a poco, aunque la caída de Mauricio había sido abrupta, sin aviso. Un día salió en la mañana rumbo a su oficina en el Parque Berrio, cerca al edificio del Banco de la República, siendo un comisionista de bolsa en ascenso, que gozaba de la confianza de las familias ricas de la ciudad, y regresó con una reputación de borracho irresponsable que había puesto en riesgo las fortunas más respetables invirtiendo en empresas chimbas de caucho en el Amazonas. La noche anterior Mauricio se acostó siendo un anfitrión bonachón y buena fiesta y se levantó alcohólico, perdedor y bueno para nada.
En su casa nadie notó la diferencia, al menos no al principio. Mauricio se levantaba temprano, se afeitaba, se perfumaba como de costumbre y salía en el carro a hacer diligencias. Regresaba al filo de la tarde a la cena familiar con aliento a enjuague bucal y los ojos levemente enrojecidos. No sumaba, pero tampoco restaba. Mientras él más se hundía más se levantaba la señora Gilma. Empacaba fiambres, hacía vestidos, arreglaba novias, iba a las reuniones escolares, hacía rendir el dinero y el mercado y aún le quedaba tiempo para pasarlo con sus hijos. La presencia de Mauricio se fue desdibujando con el paso de los años, se fue volviendo invisible hasta que un día desapareció sin discursos y sin dramas.
A Gilma la idea de levantar un muro entre la sala y el garaje le llegó mientras quitaba la maleza que empezaba a brotar de nuevo en el antejardín. Ese mismo día, bajo su estricta vigilancia el muro divisor empezó a erguirse. Por fin el universo se acomodaba, por fin la sala y el garaje dejaban de ser una misma cosa. El cerramiento quedó listo y Gilma se encargó de organizar una pequeña habitación en el garaje. Puso el catre de uno de sus hijos, un escritorio con lámpara y un pequeño portarretratos de familia. Al día siguiente fue a la esquina a comprar pan fresco, le ofreció al reciclador un café con leche, un pan y las llaves de la puerta corrediza del garaje. Él, que no la recordaba, sintió que la vida le sonreía nuevamente. Ella, que lo reconoció el primer día que timbró preguntado si había periódicos, sintió que el alma le volvió al cuerpo. Había prometido cuidarlo hasta que la muerte los separe.
Para tantas Gilmas y Mauricios
No conocía de estas casas con parqueaderos en la sala, aunque por el trabajo de mi papá en un taller de mecánica toda su vida, ese olor a exosto y gasolina nos acompaño toda la vida en la casa.
Ese olor de mi papá, del humo y gasolina, para mi significan y recuerdan el trabajo y esfuerzo de mi papá por dignificar nuestras vidas.
Así como el olor de los tejidos, hilos y lanas del trabajo de mi mamá, quien en los momentos más difíciles también fue una mujer que se puso al hombro el hogar de 4 personas.
A ellos les debo todo
La belleza de la condicción humana en tus ojos reflejados en vocales y consonantes organizadas como una canción, la belleza de la condición humana en Gilma. Gracias a la vida por una LinaVilla y tantas Gilmas que hay en este mundo.
La magia de los recuerdos! Gracias por leer y comentar!
Gracias por la lección de vida de Gilma y Mauricio. Muy real y muy cercana.
En la casa de mi abuelo el garaje también se metía a la sala, dependiendo de la longitud del carro del momento se corría el mueble de la vitrola y la mesita del teléfono.
Uyyyy que bello!
💜💜💜