Todo empezó a desmoronarse con ese buenos días que sabía a leche de plátano verde, como las cáscaras que quedaban para las gallinas cuando mi abuela freía patacones en el solar. Hice un esfuerzo por ignorarlo pero tras el cómo dormiste sentí el sabor terroso del amarillo mostaza trepar por la garganta. Bajé a la cocina a preparar el café mientras él tomaba una ducha. Entró sonriendo, limpio, con unos pantalones azules y sin camisa, guapo como ninguno. Me abrazó por detrás y el olor de su perfume inundó mis fosas nasales. Qué feliz me haces, dijo. Y entonces, el hechizo se rompió. Subió a mi boca un sabor rancio, azulado y peludo como una araña. Recordé la primera vez que comí un trozo grande de queso azul en una fiesta de mis padres pensando que era chocolate blanco con arándanos. Cerré los ojos para evitar vomitar y me apresuré a tragar un sorbo grande de café para calmar las náuseas.
Tuve un rato de paz mientras me organicé en silencio. Finalmente había aparecido alguien a quien deseaba ver una y otra vez, alguien a quien quisiera regresar todas las noches, alguien parecido a un hogar. Tomé el ascensor sintiéndome completa. Al salir del edificio el portero me despidió el mismo que tenga un buen día señorita de cada mañana. Hoy sus buenos deseos sabían a polvo, a lugar oscuro que ha estado cerrado por años. Sus palabras eran blanquecinas, húmedas, sabían a los mojojoyes que desenterrábamos en la finca con mi hermano en las tardes de lluvia. Me lancé como pude a la fría mañana capitalina.
Nadie saludó cuando entré a la oficina. Mis sentidos se relajaron y tuve algunas horas de trabajo productivo. ¿Almorzamos? Preguntó Juan. Almorzamos resultó ser una palabra verde oscura casi negra; vibra como un snooze eterno del celular y su sabor es de algas de sushi frescas. El fastidio me impidió aceptar y engañé el almuerzo con un paquete de almendras y maní. Fue en la reunión de las dos que sentí que me moría. Hablaban de la última campaña de la agencia, mientras yo experimentaba tantos sabores terribles que era incapaz de poner atención. Salí corriendo sin dar explicaciones.
Fruta podrida, pecueca, agave dulce como un infierno, cactus espinoso, compostaje húmedo, helado de caramelo con sal revuelto con cloro de piscina climatizada; palabras azules, verdes, moradas, negras, brillantes, opacas, recuerdos de barcos, de baños sin limpiar, de mercados olvidados. Sabores carrasposos, terrosos, asquerosos… Caminé durante horas buscando el silencio, huyéndole a las palabras y entonces lo comprendí: sentir duele demasiado. Regresé al apartamento antes que él y con un dolor de puñalada en las tripas dejé una nota sobre la mesa de la entrada: Deja las llaves aquí y no regreses. Amo todo de ti pero despiertas el mal sabor de las palabras.
Para mi amiga Lilo que me habló del sabor y el color de las palabras.